Fuimos
como aquella tarde, fuimos fugaces, instintivos y cariñosos. Fuimos agua, luz y
polvo. Fuimos como un día tropical en un país del Norte.
Teníamos
ambos unas sensaciones contrarias, confusos porque habíamos discutido la noche
anterior. Nos costó ser valientes y verter nuestra confianza en alguien de otro
país que conocíamos como quien conoce a un vecino.
Apenas
vestíamos ropa, un bañador y poco más. Pasamos una tarde agradable, nos
bañamos, y se fueron los amigos. Decidimos quedarnos, a pesar de estar avisados.
Y
llego en viento, cálido a la vez que huracanado, que recorría nuestros cuerpos,
y no frenaba. Nos pilló medio sentados, haciendo el mongo, como siempre.
Ahuyentó a la mayoría, hicieron bien. Fue entonces cuando nos miramos a los
ojos. Una de las primeras veces que lo hacíamos, al menos, de aquella manera.
No era excesivamente tarde, pero si nos quedábamos sí lo sería. Y esa mirada
fue definitiva. Nos lo preguntamos, y ni nos respondimos, ambos sabíamos la
respuesta.
Guardamos
la guitarra, las botellas y los otros pocos bártulos que descansaban en el
césped. Ahora sí, nos estiramos en la sábana que habíamos traído de la
residencia donde vivíamos. La lluvia llegó pronto, como en cuentagotas. Era
gruesa y en parte dolía, pero no importaba, nada ya importaba. A pesar de venir
del Sur teníamos demasiado calor y estábamos muy acostumbrados al frío que
hacía en aquella ciudad.
Nos
pusimos de pie. La abracé, la protegí del viento y la lluvia con mi espalda, y
le intenté buscar la boca. La conocía bien, nunca regalaba besos, te los tenías
que ganar. Lo máximo que conseguí fue rozarle suavemente los labios; y nos
volvimos a abrazar. Nunca olvidaré esa calidez, como esos postres de chocolate
que están calientes por dentro y fríos por fuera. Quizás pasaron cinco minutos,
pero parecieron cinco segundos. Si alguien hubiese tomado una foto en ese
momento, estoy seguro que habría ganado premios.
Llovía
más fuerte y la temperatura de nuestros cuerpos bajó. Estábamos empapados y ya
no sentíamos los más de 35 grados que hacía. Entonces le rocé la nariz con mi
nariz, como hacían los esquimales, nos encantaba hacer eso. Fue muy dulce,
seguramente la vez que más lo fue. Y nos besamos. Y sentimos como la pasión se
apoderaba de nosotros al mismo tiempo que la humedad y la convicción de lo que
sentíamos el uno por el otro iba en aumento.
No
pudimos aguantar más. Recogimos las cosas y nos refugiamos debajo de un árbol,
pero fue en vano, no había lugar que pudiera protegernos. Incluso el último
grupo de alemanes, con cervezas a dos manos, se había ido corriendo.
Nos
pusimos la sábana por encima, cogimos las cosas como pudimos y empezamos a
andar. Éramos torpes, no sincronizábamos los pasos, ni teníamos bien sujetas
las bolsas. Seguimos andando, hasta que nos rendimos. No queríamos seguir
luchando contra la naturaleza, solo queríamos besarnos. Y lo hicimos. Nos dimos
cuenta de donde estábamos, como estábamos y con quien estábamos. Fue uno de los
besos más especiales que nunca he tenido. La saliva se mezclaba con el agua, no
sabíamos parar.
La
sábana estaba ya demasiado mojada. Corrimos hacia un puente, para refugiarnos
bajo él. Allí encontramos a los pobres refugiados que no quisieron que les
pillara la lluvia, aunque sí lo hizo. Había una familia india de esas de diez
miembros o más, una pareja joven, otra familia con un niño en brazos y otro a
los pies, y tres jóvenes fumando porros y bebiendo cerveza. También había una
barbacoa, aún en ascuas. Me acerqué a ella, y ella vino sin vacilar, como un
imán.
Mientras entrabamos en calor nos volvimos a abrazar. Y le canté una canción al oído, una de esas que hablaba de lo borracho y lo loco que estaba. Ella entendía algo de español y le gustó, le gustó mucho. Y a mí. Aun no entiendo por qué no lloré en ese momento.
Fuimos
como aquella tarde, fuimos fugaces, instintivos y cariñosos. Fuimos agua, luz y
polvo. Fuimos como un día tropical en un país del Norte.
Y la
lluvia cesó, y nos cogimos de la mano, y echamos a andar.
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