Volvió a despertar algo dentro suyo. Sin motivo aparente. Obviamente
en él no había un porqué, tan poco importante fue el quién o el cómo. Pero si
el cuándo, el momento en el que llegó y el sentir la cálida textura de sus
labios en el frío amanecer del domingo.
Ante la simpleza de un chico como él, ella se percibía como
un ser embrollado, oculto bajo su pelo extrovertido, rojo y rizado en exceso.
El entenderla era comparable a cuando uno trata de desencriptar el plano de una
ciudad desconocida que ve por primera vez.
El carácter de ella, frío y salvaje, la hacía única. Era
dueña del silencio y controlaba sus tiempos como nadie. Su gran virtud era no
destinar ni un ápice de ternura en sus relaciones.
Él, que era adicto al juego, no quería someterse a unas
reglas a las que no estaba invitado.
Sin embargo, la dificultad de ella se fue al garete cuando
se dejó dominar por él. No fue por más de 30 segundos, no obstante, la verdad
apoya la sensación. Antes se habían descrito cara a cara como dos personas
juguetonas, sin intenciones directas ni inmediatas, dos gatos que tan solo se
quieren cruzan en el jardín, lejos de las miradas de sus amos.
El
acto en sí fue elegante, exquisito y austero, como sería un juego de dioses
para mortales. Una despedida de libro; de libro de hojas en blanco, pues no se
dijeron nada. Tan solo se miraron a los ojos y repasaron su profundidad de
vértigo.
Después
de aquello, había cazado lo que creía inalcanzable, ella se había convertido en
un ser humano raso y banal. Desapareció el poder de ninfa que desprendía hasta
entonces.
No
había habido sentimiento, ni tan solo atracción. Fue un placentero adiós en los
peldaños desgastados de una remota iglesia románica del casco viejo de la
ciudad.
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