Me
dirijo calle abajo. Paso cerca de una inmobiliaria con un rótulo color verde y
letras blancas, en ruso. Este es un pueblo donde todo es llamativo, una
constante de luces y tonalidades vivas.
No he
viajado nunca a Las Vegas, pero esta debe ser una versión aguada. Edificios
bajitos, antiguos e irregulares. La humedad se transforma en un protagonista
principal. Las instalaciones aéreas cuelgan destensadas, como hecho a
propósito.
El
campo de visión humana ha descendido, por selección natural, un 8 por ciento
aproximadamente de la horizontal línea natural de los ojos. A mi alrededor solo
observo caos, huele a vicio e ignorancia humana, y de la barata. Me apresuro
para dejar atrás el arsenal de máquinas tragaperras y máquinas expendedoras.
Cual animal de zoológico aburrido ante tan desmotivador paisaje, figuras humanas me siguen con la mirada perdida, apoyadas en las fachadas como
si su peso fuera necesario para la estabilidad del conjunto, haciendo el mínimo
esfuerzo en pensar.
Percibo
más desolación. Anuncios rojos y negros, amarillos brillantes, escaleras con
puntos de luces en el extremo de la huella, pero que no consigo ver hasta dónde
suben. En otros establecimientos hay escaleras que bajan a unas discotecas en
desuso, con los cristales teñidos de polvo y manchas visibles a contraluz.
La
avenida se ensancha dando lugar a una amplia plaza, en ella descubro unas
gradas, pequeñas en relación a esta. Como telón de fondo se alza una figura
majestuosa, un edificio muy moderno. La biblioteca, lugar rígido que atesora sabiduría,
se ha desmembrado; la han dividido en tres cuerpos al menos. Los volúmenes
desescalados se alzan en la soledad de la noche, sin relación humana, mirando
cada uno mirando a una dirección diferente, y con un gran pilar en el centro,
cual tótem de una tribu ya extinta. En el tiempo que la recorro aprecio que, a sus pies, la plaza se halla vacía.
Otro fracaso.
Pero
mis esperanzas, por suerte, no se hallan en nada construido por el hombre, sino
en lo poco natural que aún no se ha explotado, o se ha explotado menos.
A medida que me acerco la descubro: ancha, oscura, tranquila. Huele a sal y me
siento reconfortado, mis sentidos se activan, adopto un estado de letargo, no
siento ni viento, ni calor, ni frío. Mi interior me pide a gritos que me
conecte con el entorno, apago la música y el mundo se vuelve silencioso,
pautado por el repique de las olas negras en la orilla, como el rítmico
ronquido de un sueño profundo.
Aunque
hago esfuerzos por verlo, el horizonte se esconde ante mí. La noche es cerrada
y profunda y la delicada luna proyecta apenas una tenue luz.
Acelero
en paralelo a esa línea que no veo, pero sé que está ahí. También me acompaña
la carretera, siempre tan innecesariamente presente en los pueblos costeros.
A esta
hora no hay mucha gente en las calles, intuyo un par de runners a lo lejos, uno que se acerca y otro que se pierde donde
el paseo desciende. Más cerca hay dos abuelos discutiendo sobre minucias, con mucho
tiempo que perder.
Observo
con atención el frente marítimo y como se abren alargadas plazas, sin llegar a
convertirse en un paseo que levanta envidias. Entra en escena un espacio libre
destinado al aparcamiento de coches, que dificultan y ensucian mi experiencia.
Veo también edificios importantes, con fachadas de piedra como las que se
muestran en las películas de época. Las otras construcciones son muy distintas,
las hay de altas, con toldos de infinitos aspectos diferentes, los hay con
bellas celosías de ladrillo, con balcones o sin, los hay de más nuevos y los
hay incluso de abandonados, con colores ocres superpuestos ocupando un lugar
privilegiado del pueblo, un pecado inmobiliario.
Mis
piernas no están cansadas, pero siento a mi mente saciada ante tan artística
línea que dibuja la arena al encuentro con el espeso mar.
Decido
deslizarme por una de las estrechas calles que desembocan ante mí, requiero de
espacios controlados y domésticos. El blanco se apiada de mis ojos, si hubiera
sido de día me habría visto obligado a entornarlos. Dentro de la densidad del
pueblo, la altura de las fachadas me envuelve. Me cuelo suavemente, pero con
decisión, por el tamiz de la trama urbana, he perdido el norte hace rato. ¡Que
bellas son sus calles! Sin apenas alineaciones, sin dos calles parecidas, con
imprevistos, aberturas y dilataciones que me permiten llenar mis pulmones de
nuevo y escabullirme con premeditación por nuevas vías onduladas en las que no
veo fin. Apreto el paso, curioso por mi recompensa, hasta encontrar un rincón
maravilloso sin salida.
A mi
vuelta, regreso lamentablemente a la avenida artificial plagada de carteles
insulsos de fiestas de fin de año pegados en lugares previsibles.
Hasta ahora no he visto más que un puñado de personas. Cerca del fin de mi
recorrido me tropiezo con una pandilla de skaters
sufriendo el frío de enero, medio adormecidos y sentados en su improvisado
mobiliario. Me embarga de nuevo la lástima. La lástima por esos inofensivos
chicos, arrinconados como el polvo detrás de las televisiones sobre los muebles,
y obligados a reunirse lejos del paraje más bello del pueblo: la playa.